23 de noviembre de 2014

El bien y el mal (microensayo)

Para los seres con memoria como nosotros, el cascarón nunca se rompe. Lo único que se puede romper es el miedo a romperlo. Decía Cortázar que “solo hay un medio para matar a los monstruos: aceptarlos”.

Voy a por uno de esos monstruos. Esos que despachamos rápido abandonándonos a la voluntad de un ser superior o bajo el peso de la Ley: ¿Qué es el bien y qué es el mal? Si no hay bien y no hay mal, ocurre como cuando Nietszche exclamó que ya no había Dios: “todo está permitido”. Horror.

¿Existen el bien y el mal? Vemos un árbol y sabemos que existe. Independientemente de cómo lo nombremos o definamos. Independientemente de quién lo observe o incluso si nadie lo mira. Existe por sí mismo. Al bien y al mal no los vemos. Y tampoco son entidades aisladas que podamos definir por sí mismas ya que, lo que en un tiempo fue considerado “bueno” en otro es considerado una aberración. No tienen un valor absoluto, que es lo que anhelamos. Hablamos, por tanto, de convencionalismos.

Ese convencionalismo nace en el interés del grupo: el bien es aquello que hace sentir mejor a la mayoría y el mal es lo que pierde en esa batalla. Si me siento débil y amenazado por algún peligro, necesito del grupo y para mí el bien será que todos cuidemos de todos. Al que se sienta fuerte y no amenazado, asumir la responsabilidad le hará sentirse aceptado en el mejor lugar del grupo. Pero quien se sienta fuerte como para no necesitar al grupo o no le compense asumir esa responsabilidad con el grupo, puede quedar descolgado en el terreno destructivo hacia el grupo y todo lo que se ha erigido desde y para el grupo. Sabemos que asumir la responsabilidad con otros pesa. No asumirla, no. La clave está en dónde tenga el individuo su centro de recompensa. En el caso extremo tenemos a los pederastas o los asesinos en serie. No ayuda nada cerrar el tema concluyendo que son monstruos. Básicamente, les reporta más beneficio estar fuera del grupo porque tienen su centro de recompensa fuera de él, aunque traiga dolor para otros.

En la vida cotidiana tenemos estos mismos dilemas, aunque tampoco seamos conscientes de ellos. Nos puede dar vértigo cuando estamos elevándonos por estar haciendo algo “bien”. Aparecen los pensamientos saboteadores, que solo se explican como lo contrario a lo que estamos haciendo, la destrucción de lo construido. Solo aparece el miedo a no estar a la altura o a hacer daño cuando se ha creado un lazo afectivo con alguien. Y al contrario, en muchos comportamientos cotidianos adoptamos posturas de evitación, de no cuidar al otro, para huir de esa responsabilidad que intuimos. No nos compensa. A mi modo de ver, el “bien” estaría relacionado con todo lo que hacemos fuera de nuestro centro de recompensa.

Cada uno que ponga manos a su obra. Nuestra herencia católica dice que un acto “tiene sentido”, como si fuera una propiedad del mismo. Los anglosajones hablan de “hacer sentido” (make sense), entendiendo que el sentido es una construcción nuestra. De la misma manera, no tienen la falsa dicotomía “nada” vs “algo”. La nada es la ausencia de algo (no-thing), no existe por sí misma. Y con lo “bueno” y lo “malo” ocurre algo muy parecido. Lo único que tiene nuestro sello es lo definido como “bueno”. Lo “malo” es solo la reacción en contra. El bien, tu “algo”, tu “sentido”, es lo único que verdaderamente tiene valor, porque es lo único que escribes contra el vacío.

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