30 de marzo de 2016

Era de la depresión. Un ensayo sobre el miedo


Los medios hablaban hace unos días de “generación enferma”. Debido a la llamada "crisis" económica, que no es más que otra vuelta de tuerca en las relaciones de producción capitalistas, los jóvenes españoles están condenados al paro o a la precariedad. Como consecuencia, no pueden hacerse con el control de sus vidas y viven en una adolescencia permanente.

Por otro lado, el INE publica el récord histórico de suicidios en España: diez diarios durante el año 2014. Destaca la franja de edad que ronda los 50 años, que ya no espera tener actividad laboral ni fuente de ingresos.

La ansiedad, el miedo, el nihilismo y la depresión están vinculados a nuestra zona de confort. Ya sea porque esa zona de confort se desmorona (ruptura sentimental, certezas que se desvanecen, inestabilidad emocional...) o porque algo externo te obliga a salir de ella de una manera que no contemplabas (bancarrota económica, muerte o trauma emocional que afecta a alguien cercano....)

Hasta hace unos años, aceptábamos la idea optimista de progreso social según la cual la generación siguiente viviría siempre un poco mejor que la de sus padres. Por primera vez, los jóvenes que han vivido con sobreprotección familiar en el hogar y han disfrutado de las bondades de la clase media se ven abocados a salir de la zona de confort y vivir en la incertidumbre del contrato precario. Es imposible la estabilidad económica y la planificación familiar. Y romper el cascarón no es la consecuencia lógica de la juventud ni de las ganas de emprender un camino propio sino que ha sido una fuerza externa la que ha roto ese cascarón antes de tiempo.

De la misma manera, las personas que han quedado sin empleo tras una vida económicamente estable y aún no tienen edad para jubilarse, han visto derrumbarse su zona de confort.

La zona de confort no es algo malo. Lo conforma tu entorno más cercano, tu familia y amigos, tus habilidades, tu forma de vivir el placer... en general, todo con lo que te has montado tu existencia y que te hace sentir bien. El peligro es la comodidad y la mentalidad que te puede traer. Cuando sientes nervios y presión y tienes ganas de abandonar lo que estás haciendo porque no te ves capaz, estás en el límite de tu zona de confort. Sin arriesgarte a atravesar el límite no tomarás las riendas. A partir de ahí, vives en negativo y no puedes saber si seguir era lo que realmente querías. No vas a adquirir nuevas habilidades, ni a aprender a controlar el miedo, ni vas a conocer cómo reaccionas en situaciones de presión, para poder mejorar tu actitud.

Para comprender cómo es nuestro miedo o nuestra autodestrucción tenemos que plantearnos la manera en que funcionamos. Somos seres racionales. Esto significa que nos construimos a nosotros mismos. Aquí distingo dos tipos de pensamientos. El que realizamos para cambiar algo y el que realizamos para posicionarnos en la realidad. El primero es una llamada a la acción, el segundo es una llamada a la excusa, a la justificación por lo que no hacemos. Este es el que nos interesa aquí, porque es el que moldea la emoción que después vamos a utilizar para nuestra relación con los demás. Este ciclo "pensamiento positivo / pensamiento negativo > emoción > utilización de la emoción" es nuestra locomotora. La manera en que percibimos e interpretamos condiciona la emoción que se va a hacer fuerte en nosotros, y también el tercer paso: la utilización de nuestra emoción para luchar o para evitar esa realidad que percibimos.

El miedo

La libertad es la base de la vida humana. Pero la libertad precisa de dos factores: primero, tener conocimiento y, después, voluntad de ejercer una de esas opciones que ya conoces. Si no tienes capacidad de elección o tu voluntad está anulada estás a merced del miedo. Tener miedo es lo contrario a vivir. Si eliges y tomas las riendas, te responsabilizas de lo que has elegido y puedes vivir plenamente.

El miedo no tiene contenido concreto: ocupa el espacio que no ocupa tu voluntad. Así, cuantas menos cosas hagas, más miedos vas a tener. Si lo siguiente en tu vida es hablar en público, el miedo hará fuertes todos los pensamientos que se te pasen por la cabeza para que temas una mala exposición, quedarte en blanco o hacer el ridículo más espantoso que se te ocurra... El miedo a hablar en público no se cura con pastillas ni con otros pensamientos. El miedo a hablar en público se cura hablando en público. El miedo a hablar con ella se cura hablando con ella. El miedo a pasar esa puerta se cura pasándola. Solo entonces te das cuenta de que el miedo potenciaba todos tus pensamientos destructivos, alimentaba el drama sobre lo que te ocurre y lo que te ocurrirá, te llevaba a la interpretación distorsionada de lo que te rodea y planteaba la necesidad de juicio de todo lo que haces. Enfrentar al miedo no es entrar en su dialéctica. Cualquiera que haya sentido miedo a algo sabe que, a un pensamiento basado en el miedo, le sigue otro. Que no vale de nada un pensamiento que ponga en evidencia un miedo mientras no hayas ocupado el espacio de tu voluntad y hayas pasado a actuar. Porque pronto saldrá otro pensamiento negativo con el mismo fin: que renuncies a intentarlo. El miedo es la negación a un avance para volver a tu zona de confort. ¿Cómo se pierde el miedo a hacer algo? Desenmascarando el miedo (conocimiento) y haciéndolo (voluntad). Y olvídate de si lo harás bien o mal. Solo está mal lo que evitas hacer por miedo.

Dicho de otra manera, el juicio sobre si algo está bien hecho o mal hecho responde a la necesidad de orgullo o de evitación. Las emociones buscan volver al espacio de confort o salir de un espacio que no nos gusta. Así dirigen nuestros pensamientos.

Conviene recordar que el orden social no tiene como prioridad acabar con el miedo. Precisamente porque, si tenemos miedo, reproducimos las ideas que han levantado ese mismo orden social. Sin voluntad propia es imposible el cuestionamiento de ningún orden.

Nihilismo, muerte o injusticia como excusas

Para quien tiene anulada la voluntad, es toda una tentación utilizar afirmaciones como las basadas en el nihilismo, el miedo a la muerte, la idea de que el mal es inherente al ser humano o la idea de que todo está perdido, para justificar su inacción.

El nihilismo es la ausencia de fe en nada y la incapacidad de dar un valor distinto a unas cosas sobre otras. Creció sobre el vacío que dejó la muerte de Dios en la sociedad cristiana. Al acabar los grandes absolutos y las apacibles certezas, nos encontramos en un universo indiferente donde el bien y el mal dependen de nosotros. De hecho, todo pasa a depender de nosotros. Y, ciertamente, tener esa conciencia de nuestra libertad absoluta, de que cada uno edifica su historia sobre el vacío, es mucho peso.

Ahora bien, si aceptamos que ninguna cosa vale más que otra para llevar nuestras emociones al sufrimiento, estamos utilizando la afirmación para un fin, estamos instrumentalizando al nihilismo, convirtiéndolo en una excusa. 

Imagino la visita al psicólogo. - Es que no puedo dejar de pensar que todos vamos a morir, que nada tiene sentido. - Sí, pero piensa que la vida tiene cosas buenas... - Es que me da igual lo que me diga, ¿no se da cuenta? Nada importa...!!

Podíamos haber elegido otra opción: vamos a morir y aquí no ha pasado nada. No hay un juicio final, podemos tirarnos toda la vida haciendo lo que nos gusta, cometiendo todo tipo de excesos y riéndonos de todos los demonios que no eran reales... Somos dueños de la emoción que ponemos sobre la oscuridad que hay en la existencia. Del grado que utilizamos y el fin con el que lo hacemos.

Y no es cierto que todo dé igual: sabemos que, cuanto más luchamos, más capacidad tenemos. Que no es lo mismo tener poco que tener mucho. Como decía Einstein, “si todo te da igual, es que estás haciendo mal la suma”. Por ejemplo, la evolución social nos ha dotado de más solidaridad y más empatía, a pesar de los dramas producidos por los sistemas económicos, que tienen su dinámica al margen de las decisiones de los seres humanos. Pensar que todo da igual es un pensamiento distorsionado por el miedo. Y el fin es, una vez más, no aceptar la responsabilidad que percibimos para mejorar y colaborar con nuestra sociedad, nuestra especie y la vida en general.

Ninguno de estos problemas ocurrirían si viviéramos en soledad. Lo que ocurre es que, al interactuar con los demás, percibimos presión acerca de lo que la sociedad espera y también percibimos la necesidad de asumir responsabilidades. El nihilismo, la muerte o la imposibilidad de tener ninguna certeza sobre lo que va a ocurrir dentro de diez segundos, dos meses o tres años, no tienen nada que ver con tu sufrimiento cuando lo estás utilizando para evitar asumir responsabilidades. La inacción es el estado infantil de dependencia. 

La vida es un regalo que nos obliga a ser valientes. Para ello debemos desenmascarar al miedo y eliminar la estupidez de los juicios y de los dramas utilizados para la inacción.

Ansiedad y autodestrucción

La ansiedad es una herramienta que nuestra biología nos ofrece para resolver mejor las situaciones de riesgo. Pero nuestro organismo no distingue entre los distintos riesgos. Si vemos un tigre que se acerca hacia nosotros, nuestro organismo activa todos los resortes para reaccionar lo más rápidamente posible y conseguir aumentar las probabilidades de salvación. Ahora bien, también desata nuestra ansiedad cuando el peligro consiste en salir de la zona de confort. Y ya hemos visto que, a veces, de la zona de confort nos echan y, otras veces, nuestra zona de confort se desmorona. Nos guste o no, tenemos que dar una respuesta. Y nuestro organismo, en estos casos, no ayuda mucho porque desata la ansiedad cuando nuestra mente, con toda probabilidad, anda enzarzada en las excusas y pretextos para no hacer nada. El resultado es el pensamiento autodestructivo.

El pensamiento autodestructivo responde a la necesidad primaria de huida. Es un rechazo a la realidad y consiste en atacar a la realidad misma. Sin embargo, como sujetos, solo percibimos "una" realidad. En esos momentos uno no es consciente de que lo que quiere no es destruir su vida sino su vida tal y como la tiene en ese momento.

El contenido del pensamiento autodestructivo depende de la complejidad de nuestros pensamientos y de la envergadura del cambio que se nos avecina. Lo bueno del pensamiento autodestructivo es que señala exactamente lo que quieres porque será eso lo que atacará. Ocurre exactamente igual que con la utilización del nihilismo o del drama: es una reacción dirigida en contra de lo que estás construyendo. No tiene valor por sí misma.

Si estás vivo quiere decir que tienes un espacio que ocupar, aunque requiera de un esfuerzo. Si no lo haces, ese espacio lo ocupará tu propio miedo o la reproducción de lo que percibes que la sociedad espera que hay que hacer, pensar, creer o decir. Y no tener tu propia actitud ante las distintas circunstancias es la peor forma de estar muerto. El miedo y la ansiedad no son nuestros enemigos. Debemos convivir con ellos. Cada vez que subimos un nivel, que aceptamos una responsabilidad, experimentamos una sensación de presión, comprendemos que se nos va a exigir más. No debemos temerlo sino contemplarlo, escuchar su mensaje y apreciarlo como parte de la existencia.

Esta reflexión pretende ser una invitación a ponerse manos a la obra...







23 de marzo de 2016

Llueve

Mientras se queja el cielo
y llora mi ventana
pienso
que solo es eso,
vivir,
con sus males
y tus vienes

22 de marzo de 2016

La construcción de la realidad

Es 22 de marzo de 2016 y la vida se para en Europa. Centramos nuestra mirada en Bélgica y los atentados de integristas islámicos. Nos sentimos inseguros y vulnerables. Necesitamos que algo o alguien nos devuelva la tranquilidad y la seguridad de nuestra vida diaria. Y también necesitamos un culpable, para encajar el desorden.

Lo fácil es quedar a disposición de nuestros gobiernos, sin capacidad crítica. Cerrar filas en torno al capitalismo, el cristianismo y la defensa de la OTAN a la que pertenecemos. Y culpar al Islam o, al menos, alejarlo todo lo posible. Que alguien haga algo (sabemos mirar para otro lado) que deje las cosas como estaban.

Sin embargo, también podemos atrevernos a cuestionar el relato oficial. Porque el relato oficial siempre tiene un objetivo: hacer que las cosas sigan como están. Y comprenderemos que nuestro país intervino activamente en la creación de ese monstruo. Fue la llamada “Segunda guerra de Iraq” -a la que el gobierno español azuzó-, con su infinita prepotencia y su improvisación militar, la que destruyó el país más avanzado del lugar. A pesar de que entraba en nuestra definición de dictadura, el Iraq de Saddam era un país laico y con derechos sociales. Había represión y los chiíes estaban discriminados políticamente, pero no había ningún enfrentamiento civil por la religión. Al caer Saddam, EEUU estableció un sistema político donde se exacerbaron las diferencias religiosas y se permitió el revanchismo chií. Si a eso le juntamos que los saudíes (aliados de EEUU y Occidente) estaban financiando la creación del grupo terrorista más sanguinario hasta la fecha con la intención de tener una fuerza de choque sunnita, la combinación no tardó en funcionar: ninguna estructura del estado sunnita hizo frente al avance del ISIS por el país. Turquía y EEUU, interesados en debilitar a Siria, dejaron hacer en ese territorio tanto al ISIS como a Al Qaeda. En la balanza entre Arabia Saudí, Turquía, Siria e ISIS, a EEUU le compensó dejar crecer al monstruo. Por cierto, en lo que concierne a España, sabemos que el año 2015 fue el récord de venta de armas a Arabia Saudí, y que la Corona tiene amistad íntima con aquella dinastía en el poder.

Pues ese monstruo volvió a golpear en Europa. Se nos parte el alma y grabamos la fecha. Pero sabemos que donde más golpea el ISIS es en Turquía y, sobre todo, en Siria, país destrozado en todos los sentidos. No sabemos decir una fecha de ninguno de estos atentados. No interesa hacer un relato real, continuado, de los hechos. Al contrario, se muestra la realidad occidental, por un lado, y la musulmana, por otro. El efecto de esta visión simple es que el Islam ataca a Occidente.

El corte en el relato es más cruel cuando se trata como terroristas a los refugiados que huyen precisamente del ISIS, haciéndoles doblemente víctimas por el hecho de ser musulmanes. Además, el relato oficial nos dice que son demasiados y que no se puede hacer nada con ellos. Ni se ha vuelto a hablar de los refugiados que iba a acoger España ni se habla de que solo Jordania, con mucha menos riqueza y territorio que España, ha acogido a casi un millón.

La realidad es una red de negocios cruzados en la que siempre ganan los vendedores de armas y alguien logra ganar un mercado o enajenar un recurso natural... y siempre perdemos los civiles de aquí y de allí, se justifican recortes y deportaciones y aumenta la desconfianza y la mentalidad de guerra.

Seguimos con el relato, con la construcción de la realidad, porque las noticias nos hablan del histórico acuerdo entre Cuba y Estados Unidos. Miramos con los ojos del simpático Obama cuando pide la libertad de los presos políticos y dice que no se debe imponer un cambio de gobierno por la fuerza. Respondiendo a lo segundo, Obama, premio Nobel de la Paz, ya tumbó al gobierno libio por la fuerza. Y en cuanto a lo primero, la principal violación de derechos humanos en suelo cubano se llama Guantánamo y es el lugar donde Obama tiene presas a personas que no están sujetas a ninguna jurisdicción y, por tanto, no tienen derecho alguno. Nos siguen contando que el estado cubano escucha a los disidentes, como si no hubiéramos oído hablar del informe de Snowden. Sí, lo de Cuba tiene rasgos evidentes de dictadura. Pero damos por buena la idea de democracia que quiere exportar EEUU, con un sistema político que aquí estaría considerado como financiación ilegal (papeles de Bárcenas aparte), basado en las donaciones privadas de los “lobbys” a cambio de favores políticos. Si la voluntad política depende de la inversión privada es imposible que exista la izquierda ideológica. Como evidentemente ocurre en el sistema americano, donde es imposible que un partido político asuma algo tan básico como la sanidad gratuita.

Por supuesto, no nos hablan del estado fallido colombiano o mexicano, ni de la corrupción brasileña o peruana. Si está en la lista de buenos pagadores es una democracia. En la lista de malos pagadores están Cuba y Venezuela. El relato de Venezuela aparece insistentemente: hemos de creer que el tal “Leopoldo López” es un preso político. No nos cuentan que instigó las revueltas que acabaron con 42 muertos y la quema de sedes del partido en el gobierno. Tampoco nos cuentan que unos años antes promovió el golpe de Estado cuyo gobierno recibió inmediatamente el apoyo del gobierno Aznar. Otro ejemplo de construcción de la realidad en función de lo que uno quiera creer.

Nos hablan de un tuitero que es encarcelado por menospreciar a las víctimas. Que se ha pasado tres pueblos por decir “no me da pena Miguel Angel Blanco, me da pena la familia desahuciada por el banco”. Aquél era concejal del partido heredero del régimen franquista, responsable de más de cien mil enterrados en fosas comunes a lo largo del país y que, aún hoy, se niega a reparar su memoria. Es obvio que hay un doble rasero entre las víctimas. El portavoz del partido dijo en su momento que las familias de desaparecidos solo se acordaban de las víctimas cuando había subvenciones. La justicia también expresa la relación de fuerzas existente en una sociedad.

En este sentido recuerdo el relato de la Guerra Civil. Durante los primeros años de la socialdemocracia en España, se recuperó el relato en el que la izquierda de aquellos años era la “democracia” y la “libertad” y el fascismo vino a establecer una dictadura. Lo cierto es que, en 1934, la izquierda no aceptó la victoria de la derecha en las urnas y llamó a la insurrección en varias partes del país. Y esto no se asume desde la izquierda. La pregunta es: “si volviese a ocurrir hoy que la extrema derecha entrase en el gobierno, ¿la izquierda lo permitiría?” Lo lógico es que esa respuesta sea “No”. Y aquí damos una vuelta de tuerca a la palabra “democracia”, que también depende de la relación de fuerzas. Es más, el concepto de democracia es simplemente una cuestión de fuerza.

Lo vemos actualmente en todos los partidos políticos españoles, en constante cambio porque se resquebraja el régimen pactado en 1978. Quienes no tienen apoyos en las cúpulas piden primarias. Si arriba no las tienen todas consigo dicen que “es una irresponsabilidad”. Es como el derecho de autodeterminación de los pueblos: si es para debilitar a mi enemigo, por favor, procedan en nombre de los derechos humanos. Si es para fragmentar mi territorio nacional, la unidad es irrenunciable.

Hablo de estos ejemplos concretos para plantear el tema de cómo construimos la realidad. El pensamiento responde a la necesidad de colocarnos en la realidad de manera que nos dé un esquema más o menos agradable, donde la posición en la que nos percibimos sea aceptable tal y como estamos viviendo. Percibimos grandes categorías como la ideología, el género o la religión y buscamos en cada una de ellas el lugar en el que nos identificamos. Ese lugar donde esté bien lo que hemos hecho hasta la fecha y donde todo aquello que no hicimos no haya sido por responsabilidad nuestra. Donde el mal es algo ajeno. Donde nos indignamos ante lo que veamos injusto para identificarnos en el lado bueno, pero solo hasta el momento en que implique hacer algo más. Por todo ello, nuestro pensamiento depende de la posición en la que nos percibimos dentro de la sociedad y depende de la relación de fuerzas existente, que es el tablero. Si no tenemos conciencia crítica, nuestro pensamiento va a ser exactamente lo que la maquinaria de este sistema quiere que pienses. Una máquina, al fin y al cabo, solo existe para reproducir.

8 de marzo de 2016

Sábado

Es un sábado cualquiera. Émil decide escapar de la monotonía y, como uno de esos hámsters que por fin salen de la rueda, cierra la puerta de su casa y se ve en la calle. Es la calle de siempre, pero nota que ahora el aire es también suyo. Y el tiempo. Y que él decide por dónde va a seguir caminando.

Necesita sentirse libre y reclamar su porción del mundo. No ha decidido qué va a hacer porque va a surgir sobre la marcha. Quizás encuentre una interesante exposición. O una obra de teatro. Recuerda con entusiasmo la última obra que fue a ver. Fue con sus padres. Romeo y Julieta. La Compañía Nacional de Teatro utilizaba la música de la Michael Nyman Band como banda sonora. A Émil siempre le ha gustado más observar desde el anonimato que sentirse en el escenario. Y así se dirige por las calles que no ha transitado antes, esperando lo que le ofrezca la ciudad.

Se ha metido en la zona más conocida. Conocida por los demás, claro. Se cruza con turistas de dentro y de fuera del país. Personas que pasan un día especial por un sitio nuevo. Émil sigue caminando, observando y contemplando monumentos en los que no había caído antes. Edificios, calles, mimos, músicos. Los diferentes barrios. Un teatro llama su atención y observa la programación. Quizás la obra que empieza dentro de dos semanas.

Cuando lleva otro buen rato caminando se le ocurre parar a tomar algo. Probablemente, un café. Y así aprovechar la pausa para decidir por dónde seguir. En su lado de la acera aparece un local muy cuidado. Es una zona cara pero precisamente por eso espera encontrar lo que busca: que no haya mucho ruido ni mucha gente. Que pueda seguir pensando solo y que siga disfrutando de la calma y la contemplación.

Hay que bajar unas escaleras. Una chica muy agradable espera para saludar a los clientes. Vaya, piensa. Es un restaurante. ¿Uno solo, verdad? Y una sonrisa inmensa. Émil no sabe disimular. Por un momento piensa en salir corriendo porque la pregunta y la sonrisa le han abordado en su isla de la serenidad. Ese lugar donde las palabras se han ahogado y, a las pocas que siguen vivas, hay que acercarse a pescarlas. Está buscando la caña. Pero no tarda en desistir y finge que su intención era entrar a cenar en ese local que, efectivamente, parece bastante caro.

Le asignan mesa y se pone cómodo. Qué remedio. Otra chica se presenta, le deja la carta y se lleva la sonrisa. Gracias. No entiende la mayoría de los platos, aunque estén escritos en su idioma. Otro chico, de buen ver, está tomando nota en una mesa cercana. Émil se pone a leer la carta como cuando estudiaba. Le falta subrayar las ideas principales: el “cocarroi” es un entrante con verduras, el “wagyu” es de ternera, lo que lleva “crab” en el nombre es cangrejo, “kötbullar” son albóndigas...

La muchacha que le trajo la sonrisa le toma nota con mucha amabilidad. Tanta que a Émil, que no está acostumbrado a este trato, le llega a resultar molesto. Entonces siente la reacción de ella, que procura separarse un poco para no incomodarle. En ese momento entra en calor. Ya no está en la isla. Es un valle entre preciosas montañas. Émil es del norte y tiene sus preferencias. Al fondo nota el deshielo pero, aquí, la temperatura es muy agradable. El sonido del río preguntando qué va a beber. Vino, vino blanco. Ya que nos hemos puesto. Va a tocar tirar de tarjeta de crédito de todas las maneras. Los destellos en el agua de sus preciosos ojos verdes.

Está solo en la mesa. O quizás no. Está pensando en la simpática camarera. Imagina que le está diciendo que intenta escapar de su monotonía. Que no le va bien en el trabajo. Que tiene a la madre muy enferma en casa y hoy, por fin, ha llegado el relevo de uno de sus hermanos. La única mujer de la que está enamorado vive felizmente con su marido. Necesita ver algo distinto, algo nuevo. Sentir que él también puede descubrir algo y sentirse parte de ello. Aquello de mojarse bajo la lluvia. Oh, no... se descubre sonriendo. Solo. O eso creen.

Es ella. Con el entrante. Que aproveche, dos palabras con tal suavidad que se pierden donde Émil quiere. Gracias, apenas audible. Ahora tiene delante cuatro rollitos que se supone son vietnamitas y un platito con lechuga y unas hojas que parecen ser menta. Ya estamos. Seguro que hay un ritual que todo el mundo sabe menos yo. Mira alrededor y comprueba que hay dos mesas más esperando el primer plato. Quizás en alguna empiecen con lo mismo. Émil saca su móvil con interés, como si acabara de recibir un whatsapp. Esto va para rato. Cualquiera diría que espera una importante actualización de su broker. De hecho, se siente igual que cuando pasó por la zona de ejecutivos de la ciudad. Donde nadie mira al otro si no es para intimidarle y quedarse con su alma. Que su amiga simpática les lleve este mismo entrante, por favor.

Aparece la camarera y, lo que se dice rollitos, no lleva. Si supiera lo que va en esos platos lo diría, de verdad. Émil decide esperar a que los ojos verdes no ronden su sitio para hacer desaparecer uno por uno. Sin dejar de mirar a todos lados. ¿Habrá que comerse la lechuga? La lechuga siempre se deja. Además, no está aliñada. Empieza metiendo como puede una hoja de menta en el rollito. En unos segundos ha destrozado el rollito y se ha pringado las manos. No puede ser. Esta gente tiene que ser más elegante comiendo. Para el segundo se come la hoja de menta antes del rollito. Demasiado fuerte. Trata de compensar con un trozo de lechuga. A palo. El tercero lo sujeta con un trozo de cada verde y le parece lo más sensato. Por un momento, le gustaría que apareciese la camarera para que le viera. ¿Lo estoy haciendo bien, eh?

Ahora se siente paseando con ella por el bulevar que hace un rato le ha resultado tan agradable. Con ella parece más amplio aún. Y sigue contándole. Es que nunca he ido a restaurantes caros. Y tampoco conozco la cocina asiática. Ya sabes, los rollitos de siempre son los de primavera. Los de los chinos. En realidad es que nunca he sido demasiado sociable. Ni he tenido muchas novias a las que invitar a sitios así. Creo que tenía miedo. De qué, no lo sé realmente. De todo un poco, supongo. De llenar demasiado espacio. Que luego se va a quedar vacío. Un vacío que estarás obligado a llevar contigo. De no ser capaz de hacerlo bien. Y eso también lo vas a llevar contigo. Como ves, siempre he sido muy inseguro. Y de eso la culpa la tiene mi padre. Por su carácter y por cómo nos trataba. A mí lo que de verdad me gusta es contemplar. Observar lo que ocurre. Y luego contármelo de otra manera. Que me lleve a la calma y a aceptar todo lo que no me gusta.

Hola, perdona que interrumpa tus pensamientos. Su risa. Ahora es el niño que entraba en la tienda de chuches, repleta de figuras hechas con nubes de azúcar. Piruletas de mil colores, caramelitos con la forma de todas las frutas, ositos de goma, tiras de regaliz, pica – pica. Te traigo el plato fuerte: el Rouladen. Sonrisa. ¿Qué tal los rollitos? Perfectos. Que aproveche. Gracias... ¿Sabes? No quería haber entrado aquí. Pero me alegro de haberlo hecho.

Ojalá hubiera podido decir esa última frase.

Seguro que tiene novio. Como siempre. Las chicas guapas y simpáticas tienen novio. Y será también guapo y simpático. Y no se pondrá tan nervioso. Grandullón, con una de esas mandíbulas que tienen los guaperas de las pelis americanas. Con pelo, claro. Mucho pelo.

Ahora caminan por una de esas calles estrechas, antiguas y bastante descuidadas a las que Émil cayó, sin quererlo, una hora antes. Lo de la calvicie es por la epilepsia. La maldita medicación tiene ese efecto secundario. Todos los días, una pastillita. No, no, desde la adolescencia no volví a tener ataques.

No se ha enterado pero se ha comido todo ese montón de ternera y bacon. Cuando le pregunte la persona con la que se piensa, le dirá que todo era delicioso.

¿Tendrá alguna enfermedad? ¿Alguien a quien cuidar? ¿Dónde se esconderá cuando tiene miedo? ¿Cómo pelea contra las tinieblas que la acechan? Y ¿cuáles son esas tinieblas? Está atendiendo a una mesa que cae a su derecha y no le quita ojo, ensimismado. Cuando se gira, quizás porque se siente observada, ha cruzado su mirada con la de él.

Se siente mitad cazado, mitad encantado. Ella no parece darle ninguna importancia y sigue su recorrido por las mesas. La suya no es la siguiente.

El plato está vacío y el cuchillo cruzado con el tenedor a la mitad del plato. Hola, ¿ya hemos terminado, no? Sonrisa. Sí, y todo estaba perfecto. Ella mira a las mesas de alrededor. Él también. Y se da cuenta de que todos van muy elegantes. Ella le mira y sabe que le ha entendido, sin mediar palabra. Vuelve a sentirse entre montañas, tumbado a su lado. Un Sol que no quiere molestar, una brisa que quiere empujar adelante y nada más, la corriente que acompaña e invita al movimiento. ¿No querías estar aquí, verdad? Y otra sonrisa. Un sonido sordo de paredes que caen sin remedio. La desnudez que habla: ¿Y cuándo elegimos dónde estamos? A la camarera le gusta la respuesta. Y susurra Este sitio es horrible. Y tú no eres como los demás. Escalofrío.

No sabe cómo va a pedir la cuenta. Se ha sentido especial. Ha sentido miedo. Le gustaría dejarlo todo en un “Hasta luego” con su mejor sonrisa. Dejar la puerta abierta pero no pasar. Un sudor instantáneo al pensar qué ropa interior llevaba hoy. No te flipes, se dice. Se siente bien, que no es lo mismo que dentro. Y otra vez usa el comodín del móvil.

No quiere incomodarle. A su paso, deja cuidadosamente la bandeja con la cuenta y una toallita limpiamanos. Ahí te dejo la cuenta, dice, tuteando pero guardando las distancias.

Sale despacio hacia la puerta. Está buscando el contacto visual a cada paso que da. Finalmente, ella le mira. Hasta luego, dice con su mejor voz y su mejor tono. Intenta poner su media sonrisa y hace una especie de guiño... Buenas noches y muchas gracias. Émil sube las escaleras hacia la calle.

La calle es más ancha que antes. Por lo demás, es un sábado cualquiera.