Los
porqués no tienen principio ni final. Solo se transforman. Quizás por eso hoy
nos dan las noticias ya masticadas. Y quizás sea, además de mezquino, lo más
saludable. Nos cuentan que un hombre ha intentado asesinar indiscriminadamente
en un tren que une Amsterdam y París. Lo narran como un problema religioso y
localizado, del que debe quedarte el miedo a ese monstruo que avanza contra
Occidente. A las mismas horas, miles de familias pelean por escapar de la
incertidumbre diaria de una explosión, una violación o una ejecución. Que sea
una cosa u otra es tan aleatorio como que sea una bandera, un libro sagrado o
un libro de contabilidad el que haya empezado la batalla por el control de los
recursos de su país de origen. En su imaginario colectivo, un tren como el que llevó al
fundamentalista del kalashnikov hacia París les llevará a ellos a Alemania. Una
palabra que les sigue oliendo a hambre pero que suena sin bombas. Las que
les tira la policía de Macedonia son una broma comparada con Alepo. O la que
tiró Merkel sobre la niña palestina en el plató de televisión. Como los
disparos de Melilla y las olas que tragan africanos pobres. No
sabemos si hay escapatoria. Lo único cierto es que en ese tren nos han metido a
todos.