Recuerdo
momentos de angustia existencial desde niño. Puedo recordar con nitidez una
clase de gimnasia, corriendo por el patio del colegio en pleno verano, cuando algo
me hace interpretar que todo es una representación, algo predeterminado donde
nada vale más que nada. Todo es neutro y previsible y sigue su curso para
encontrarse con la nada absoluta. El sentirme ahí me oprime el pecho y me pone
nervioso... más cuanto más quiero salir de esa sensación. Pero, siendo un niño,
uno acaba confiando en que algo vendrá. Esa sensación la he tenido muchas veces
después. Con el tiempo, uno va sabiendo que nada vendrá y cada vez las
preguntas son más puntillosas. Y cada vez la realidad más doliente, a pesar de
todo.
Una de
las grandes cuestiones apunta al “cuándo” aparece una crisis existencial. Si
surge por algo que no va bien en ti para alejarte de esa realidad o es por algo
que empieza a ir bien hasta darte vértigo y traerte dudas para renunciar y volver
al estado anterior.
Por un
lado, está la cuestión social como desencadenante. Ante una decepción con una persona querida, un grupo con el que te identificabas o simplemente unas expectativas frustradas, tu cabecita te mete en un atolladero
para evitar actuar sobre la realidad. Por ejemplo, a mí hay veces que me da
miedo pensar que el bien y el mal no existen sino como meros convencionalismos
impuestos por la mayoría por puro interés. Sin embargo, cuando llego a esa
conclusión me siento mal. Y el hecho de sentirme mal es una manifestación de
rechazo, de tomar partido: no quiero que sea así y esa sensación expresa una
lucha -que intuyo no es mía- por dar significado al concepto “bien” y conseguir
que nuestra existencia tenga un sentido apacible. Pienso que somos huérfanos de
Dios porque nuestra cultura se construyó en torno a Él como el Creador del que emanaba
la Bondad y que ahora ya no está. Que ese espacio lo ha ocupado la
competitividad ruin y el sálvese quien pueda en los que se basa este sistema
económico. Y mi conclusión es que esa batalla por encontrar absolutos apacibles
realmente no puede estar aislada en una cabecita. Somos seres sociales y en lo
social no hay respuestas válidas sin los otros. La batalla por el bien empezó
con los primeros seres humanos. Y si estamos aquí y tenemos estas capacidades,
estas dudas y todas las ideas desarrolladas que tenemos es, precisamente, por
ellos. Esa batalla por el significado, por dignificar lo que somos a pesar de
todo, es la que se manifiesta en cada momento con los demás.
Por
otro lado, sí reconozco algo que no tiene que ver con ese lugar que ocupas en
tu proyección de los demás, que son igual que tú. Dado que nadie puede saber
por qué existe algo en lugar de nada, por ahí pueden colarse un montón de
cuestionamientos acerca de lo que nos hace ser lo que somos. Desde esos
cuestionamientos uno puede mirar su propia existencia en medio de la libertad
absoluta de un universo infinito y sentir miedo. Puede cuestionar las certezas de
la realidad que le rodea como convencionalismos de una época y quedarse
flotando en una existencia que nadie, en realidad, ha deseado ni pedido. Llegar
a un punto en que de repente nada vale nada en medio del silencio del Cosmos. Esa
crisis existencial te puede anular por completo y puede hacer ver tu alrededor
como algo ajeno hasta no poder soportar tu propia existencia, lo cual va por un
camino distinto al de la cuestión social. Eso sí, sin ser fruto de la realidad
social de tu momento, sí creo que el tormento por no tener respuesta al
misterio de la vida es una cualidad del ser humano.
Tanto
en lo social como en lo individual, creo que deberíamos dejar de vernos como
“seres” humanos y empezar a vernos como “ser” humano. Somos un verbo que lucha
vida a vida por su propio significado en un universo indiferente donde no hay
segundas oportunidades. Sagan decía que somos el Universo mirándose a sí mismo.
Y creo que nuestra culminación como especie es conseguir ser el Universo
mirándose en los ojos del otro.