11 de abril de 2016

Otro día más (relato breve raruno futurista)




- ¿Qué os parece, chicos? 17/7/8, el estado de mi salud es prácticamente perfecto :)

- Tío, deja de beber leche de avena.

- Jajajaj, qué cabrón. Con ese frigorífico que tienes, no me extraña que vivas solo.

- Marta quiere ver los libros que has leído.

- Cierro la sesión, muchachooooos!

- Hola, Marta ;)

Caramba, parece que estoy refugiado en mi propia casa, Pete, eres tú quien usas todas estas mierdas. Si te parece mal, abuelo… No, no, todo tuyo, de verdad, era un comentario, solo es que me llama la atención cómo vivís ahora. Seguro que en tus tiempos había otras chorradas como esta, abuelo. Seguramente, pero una nevera solo servía para guardar comida, y a nadie le interesaba lo que uno se tomaba. Otro día me cuentas más de cómo conocíais chicas, ahora, por favor, abuelo, déjame hablar con una chica que acabo de conocer, y… ¡parece que está como un queso! Hablar, ja ja ja, lo siento, hijo, no me puedo acostumbrar a tratar así a estas palabras, adelante chico, mucha suerte. Gracias, abu.

Amanece en la ventana del viejo Lyell. Para él es como una película. Apenas puede dormir tres o cuatro ratos por noche. Pero la luz le dice que es hora de levantarse. Lo primero que hace es abrir el armario y tocar una blusa morada. Unos pantalones negros. Un camisón. Es lo que necesita para empezar a funcionar. Lo siguiente, la ducha seca ultra rápida, que es lo único que le ha regalado el progreso. Mira el reloj y se apura en salir. Se me olvidaba. Necesita otra cosa. Ver cada mañana a los más pequeños entrar en los Centros de aprendizaje. Los observa mientras él también camina, porque el viejo Lyell no se puede estar quieto. En sus caras siente la ilusión por vivir lo que viene, sin saber qué es eso que viene. Todo es auténtico porque no se sienten observados. Cada día contagian algo al viejo que siempre sabía lo que iba a ocurrir pero que nunca ha sabido a dónde ir. Tiene ciento treinta y tres años y cada día que pasa está más confundido. Lo sé porque habla todo el rato con ella, en su cabeza.

Sus pasos le llevan al bar. Allí están ya Bob, Carl y Beth. Se necesitan mutuamente para recordar. Y para mantener con ellos a los que no están. Saben que, si se quedan solos mucho tiempo, se acabará todo. Es muy fácil encontrar una de esas pastillas. Otro triunfo de la libertad humana, rezan los dispensadores en las farmacias.

Hoy hay una muchacha en la mesa del fondo trasteando con su pantalla. Seguramente Bob ha entendido que debe ser algo de trabajo, porque saca el tema de cuando ellos trabajaban. Mejor dicho, de cuando no trabajaban, porque su tema preferido es el de las huelgas de antes de la guerra. Fue entonces cuando forjaron su amistad. Sabían lo que venía y debían hacer todo lo que estuviera en su mano. Organizar, dar la cara, debatir y tomar decisiones.

El chaval que acaba de entrar pide un cocktail muy raro. Se lo bebe de un golpe y enciende su pantalla. Ellos se han callado. La red social del chico se activa mostrando los resultados de su estado sanguíneo. Lucecitas que se reflejan en su cara. Sale con una sonrisa. No es que se hayan callado para evitar hablar de la guerra o de las huelgas que hicieron. Saben que los adolescentes no tienen ni idea de que hubo una guerra y los chivatazos ya les dan igual. Desde que todos los datos se guardan, ellos no pueden trabajar. Aunque alguien quisiera contratarles. Se callaron solo por estupefacción. La muchacha del fondo activa el teléfono. Empieza a hablar tonterías con una dulzura que les sobrecoge. Sin duda, un bebé está al otro lado. Se sienten bien al saber que no es como las demás.

¿Ya estás aquí, Pete? Sí, abuelo, esa Marta no era lo que esperaba. ¿Una de esas SX2? Sí. Pero ¿no es eso lo que buscas? Pues ya no, abuelo... creí que era una chica normal y me hice ilusiones. Lo siento, hijo, la verdad es que no puedo ni pensar cómo me comportaría con una mujer modificada genéticamente únicamente para el placer sexual de un hombre, de cualquier hombre... es… es horrible. Empiezo a entenderte, abuelo. Pero creo que se te pasará pronto, desgraciadamente. Espero que sí, abuelo, que yo no tengo la culpa de cómo es esta sociedad y, como no me anime, me tendré que tomar otra de estas. Me voy a la cama, Pete, que ya sabes que yo no quiero saber nada de esas pastillas. Un beso, abuelo. Hasta mañana.


1 de abril de 2016

Irena Sandler

La mujer de la bata blanca guarda la jeringuilla en el doble fondo de su neceser. El bebé responde como todos los demás y tarda unos segundos en dormirse. Con mucho mimo, coloca esos seis meses de vida en un reconvertido botiquín. A medida que el pequeño mundo se cierra, el de Irena se hace inmenso. La mirada al cielo rogando que no se despierte. Aún no.

Siempre son dos los hombres en el control. Son los primeros, porque nunca se sabe cuántos hay después. Con su pistola racial al cinto y una mente cargada de privilegios. Nadie puede escapar de ellos. Pero la mujer que se acerca es la enfermera de todos los días. Sus miradas dejan claro que un soldado no puede prohibir al tifus salir del gueto. Y también que, si la descubren, está muerta.

Y de la muerte arranca Irena a otro bebé judío, que vivirá en casa de los Preisner. Hoy ha caído el régimen. Al menos, para la pequeña Elzbieta.