31 de agosto de 2014

La lechera de Vermeer (Manuel Rivas)


Estuve unos días en Amsterdam y pude contemplar este cuadro en el Rijksmuseum. Pocas veces ocurre que, a esa maravilla a la que nos transporta el cuadro, podamos añadir otra literaria. Y me gustaría compartirla aquí:

"Mi madre era lechera. Tiraba de un carrito con dos grandes jarras de zinc. La leche que repartía era la de las vacas de mi abuelo Manuel, de Corpo Santo, a una docena de kilómetros de la ciudad. Este abuelo mío, cuando era joven, tuvo un día en la mano la pluma de escribir del párroco y dijo: « ¡Qué letra más bonita tendría si supiese escribir! ». Y aprendió a hacerlo con una hermosa letra de formas vegetales. Por encargo de las familias, hizo cientos de cartas a emigrantes. En su escritorio vi por vez primera, en postal, la Estatua de la Libertad, las Cataratas del Iguazú y un jinete gaucho por la Pampa. Nosotros vivíamos en el barrio de Monte Alto de Coruña, en un bajo de la calle de Santo Tomás, tan bajo que había cucarachas que se refugiaban en las baldosas movidas. A veces jugaba contra ellas, situándolas en el ejército enemigo. Yo conocía el miedo, pero no el terror. Voy a contarles cómo entré en contacto con el terror. Mi madre La lechera se va con su carrito y sus jarras de zinc. Estoy jugando con mi hermana María. De repente, escuchamos estallidos y un gran alboroto en la calle. Nos asomamos a la ventana del bajo para ver qué pasa. Pegados al cristal, descubrimos el terror. El terror viene hacia nosotros. Mi madre nos encontró abrazados y llorando en el baño. El terror era el Rey Cabezudo.
En 1960 yo tengo tres años. Por la tarde, escucho los cánticos de los presos en el patio de la cárcel. Por la noche, los destellos de la Torre de Hércules giran como aspas cósmicas sobre la cabecera de la cama. La luz del faro es un detalle importante para mí: mi padre está al otro lado del mar, en un sitio que llaman La Guaira.
Tengo tres años. Lo recuerdo todo muy bien. Mejor que lo que ha ocurrido hoy, antes de comenzar esta historia. Incluso recuerdo lo que los otros aseguran que no sucedió. Por ejemplo. Mi padrino, no sé cómo lo ha conseguido, trae un pavo para la fiesta de Navidad. La víspera, el animal huye hacia el monte de la Torre de Hércules. Todos los vecinos lo persiguen. Cuando están a punto de pillarlo, el pavo echa a volar de una forma imposible y se pierde en el mar como un ganso salvaje. Ésa fue una de las cosas que yo vi y no sucedieron.
En 1992 fui a Amsterdam por vez primera. Aquel viaje tan deseado era para mí una especie de peregrinación. Estaba ansioso por ver "Los comedores de patatas". Ante aquel cuadro de misterioso fervor, el más hondamente religioso de cuantos he visto, la verdadera representación de la Sagrada Familia, reprimí el impulso de arrodillarme. Tuve miedo de llamar la atención como un turista excéntrico, de esos que pasean por una catedral con gafas de sol y pantalón bermudas. En castellano hay dos palabras: hervor y fervor. En gallego sólo hay una: fervor. La luz del hervor de la fuente de patatas asciende hacia la tenue lámpara e ilumina los rostros de la familia campesina que miran con fervor el sagrado alimento, el humilde fruto de la tierra. También fui al Rijksmuseum y allí encontré La lechera de Vermeer.
El embrujo de La lechera, pintado en 1660, radica en la luz. Expertos y críticos han escrito textos muy sugerentes sobre la naturaleza de esa luminosidad, pero la última conclusión es siempre un interrogante. Es lo que llaman el misterio de Vermeer. Antes de ir a parar al Rijksmuseum, tuvo varios propietarios. En 1798 fue vendido por un tal Jan Jacob a un tal J. Spaan por un precio de 1.500 florines. En el inventario se hace la siguiente observación: «La luz, entrando por una ventana en el lateral, da una impresión milagrosamente natural».
Ante esa pintura, yo tengo tres años. Conozco a aquella mujer. Sé la respuesta al enigma de la luz.

Hace siglos, madre, en Delft, ¿recuerdas?,
tú vertías la jarra en casa de Johannes
Vermeer, el pintor, el marido de Catharina Bolnes,
hija de la señora María Thins, aquella estirada,
que tenía otro hijo medio loco,
Willem, si mal no recuerdo,
el que deshonró a la pobre Mary Gerrits,
la criada que ahora abre la puerta
para que entres tú, madre,
y te acerques a la mesa del rincón
y con la jarra derrames mariposas de luz
que el ganado de los tuyos apacentó
en los verdes y sombríos tapices de Delft.
La misma que yo soñé en el Rijksmuseum,
Johannes Vermeer encalará con leche
esas paredes, el latón, el cesto, el pan,
tus brazos,
aunque en la ficción del cuadro
la fuente luminosa es la ventana.
La luz de Vermeer, ese enigma de siglos,
esa claridad inefable sacudida de las manos de Dios,
leche por ti ordeñada en el establo oscuro,
a la hora de los murciélagos.

Cuando le di a leer el poema a mi madre, ni siquiera pestañeó. Me sentí inseguro. Aunque hablaba de la luz, quizá era demasiado oscuro. Fui a un estante y cogí un libro sobre Vermeer, el de John Michael Montias, en el que venía una reproducción de La lechera. Esta vez, mi madre pareció impresionada. Miró la estampa durante mucho tiempo sin hablar. Después guardó el poema y se fue.
Días más tarde, mi madre volvió de visita a nuestra casa. Traía, como acostumbra, huevos de sus gallinas, y patatas, cebollas y lechugas de su huerta. Ella siempre dice: «Vayas donde vayas, lleva algo». Antes de despedirse, dijo: «He traído también una cosa para ti». Abrió el bolso y sacó un papel blanco doblado como un pañuelo de encaje. El papel envolvía una foto. Mi madre explicó que había ido de casa en casa de sus hermanas para poder recuperarla.
La foto era de soltera. Anterior a 1960 pero muy posterior, desde luego, a 1660. Mi madre no recuerda quién fue el fotógrafo. Sí recuerda la casa, la dueña de mal carácter, el hijo medio loco y la criada que abría la puerta. Era una chica muy guapa, de cerca de Culleredo. «Un día fui y me abrió otra. A ella la habían despedido, pero yo nunca supe el porqué.» En su mirada había una pregunta: «¿Y tú cómo supiste lo de la pobre Mary?». Luego sentenció: «Tras los pobres anda siempre la guadaña».
Por el contrario, mi madre no le daba ninguna importancia a que la mujer del cuadro y la de la foto se pareciesen tanto como dos gotas de leche.


MANUEL RIVAS, relato de su libro "¿Qué me quieres, amor?" (Editorial Alfaguara)

El cuadro lo vi junto a mi hermano, quien hace años me enseñó este texto y me acercó a Manuel Rivas. Lo único que está en movimiento en el cuadro es la leche vertiéndose... así, como vamos tejiendo el hilo que nos dibuja, a pesar de todas nuestras dudas.

26 de agosto de 2014

Deseatado (microrrelato)

No me atreví. Con los nervios desbocados, volví a comprobar que era su melena, su forma de caminar, e incluso hice ademán de llamarla. Pero la voz no sale como uno quiere cuando lleva días sin hablar con nadie. Le hubiera contado que la había visto esta mañana en el aeropuerto. Y no una, sino dos veces. El día anterior, caminando por no sé qué calle de Berlín. En la caja de aquel supermercado... Menos mal que ya no me atreví, porque me hubiera encontrado otra mirada extrañada. Todas me transmiten una nostalgia común, algo que hemos perdido cada uno de nosotros. Y durante ese rato se calla tu dichosa frase sobre dejar de vernos.

24 de agosto de 2014

La vieja roca

Al pie de la casa de sus abuelos, la vieja roca le hizo recordar. Lo primero que vino a su mente fue el viaje por el norte con su sobrino Marcos. Se convirtió en la persona mayor que siempre imaginó de otra manera. Supongo que tenía que ser así, pensó. Después, la roca le hizo revivir las excursiones con sus hermanos en aquellos veranos interminables. Miradas roedoras entre olor a matorrales desesperados de mundo por conocer. El otro lado de la montaña. Y el otro lado que descubría en sus tíos favoritos. Después, la piedra le hizo sentir la suavidad de la mano de Rebeca en una de las visitas a la familia. Su mirada dulce y las ganas de perderse juntos. Pensó en Marta. En Bea. Pensaba en todo lo que pudo dar de sí, y en todo lo que perdonaba porque siempre hacemos lo mejor que hemos podido hacer. Y después de llenar de nuevo su corazón, la vieja roca se despidió de él. Debía empezar otra historia, como siempre ha sido. Y la de Marcos y sus peques prometía más acción.

8 de agosto de 2014

Endecasílabos desencasillantes

Las señales de mi camino muestran
siempre un náufrago en el mar de las dudas.
Que a veces nada y ahora solo quiere
sentir cómo tus miedos se desnudan.

Hoy que todo lo bueno se derrumba
y cotizan al alza los mediocres
el único sendero que dibujo
es la escala del gris de mi ternura.

1 de agosto de 2014

Creaturas (Relato breve)

Se despertó con la sensación de que había alguien más en la habitación. Quiso girar la cabeza para salir de dudas, pero estaba paralizado. Solo alcanzaba a ver el último vaso de whiskey vacío, en la mesita, al lado del despertador. Aunque cayera en uno de sus arrebatos alcohólicos, siempre había sido muy ordenado. Empezó a notar cómo la presencia se le acercaba, despacio, por el costado derecho. Sus miedosos ojos descubrían, en este orden, unas largas patas negras, potentes mandíbulas en forma de hoz y una cabeza que daba cortos giros sobre sí misma. Un cuerpo peludo y gigante, de color negro, que parecía estar devorándole poco a poco por dentro. Intentó por todos los medios ejercer alguna fuerza para liberarse, pero su cuerpo no respondía. Aterrorizado, revisó su campo de visión, como pidiendo ayuda a las sombras. Pero allí solo estaba, bien colocada y sobre la silla de siempre, la ropa que debía ponerse el lunes para ir a la oficina.
Las fuerzas se estaban olvidando de él por completo y no pudo mantener los ojos abiertos. Entonces apareció ella. Preciosa, con su mirada huidiza y sonriendo. Su voz dulce dijo “no te preocupes más y vente conmigo”.