Corren las seis de la tarde. Un joven rumano, con su voz grave al móvil, se acerca a leer un papel a la puerta de una casa. No es una oferta de trabajo, es una nota con letras infantiles que caen en el papel sin entender de líneas rectas. As visto a mi perro? Se llama Lur y se a perdido. Si lo encuentras, vive en esta casa. Gracias.
A esas horas Lur ya ha sido varias bolsas de plástico a merced del viento, una masa rocosa blanca entre maleza y las piernas de una señora mayor caminando entre matorrales. Y por supuesto, otros perros corriendo por el verde, sin preocuparles lo que pasa alrededor.
Un perro muerto. Algo así me parece escuchar a unos críos que se juntan en la pista de fútbol. Miro al fondo, que hay un bulto grande y blanco al pie de la valla. Tampoco.
Ya he recorrido todo el pueblo y he salido a la carretera nacional buscando señales de atropello a un animal.
Me llaman. Lur ha vuelto a casa. Está contenta y parece que quiere contarnos muchas cosas. No puede escribirlas en una nota de renglones torcidos pero no parece importarle. Con soltar el mensaje a su modo, le basta.
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