En el espejo del ascensor se veía triste y gorda. Sus
pantalones decían que también ellos tuvieron un pasado mejor. Clinc. El ruido
de las llaves en su mano siempre era respondido con los lloros nerviosos de
Corie. Abrir la puerta era un parto en el que ella era la recién nacida.
Alguien estaba entusiasmada con ella y ardía de ganas por hacer algo juntas.
Tantas veces había pensado que no podía ser gran cosa pasear por las mismas
calles y orinar por ellas. Pero eso solo lo pensaba camino de la oficina, en el
supermercado o en la ducha. Corie le hacía ver cosas que no era capaz de
entender sola.
Cuando no soportaba el silencio de su casa, se sentaba en el
sofá y Corie se acurrucaba con ella, alejando el tedio. No le gustaba la tele,
donde solo salían personas sonrientes, con la boca perfecta, cuerpo
espectacular y felizmente emparejadas. Pero juntas se reían de esos horribles
programas. Cuando se ponía a leer en la cama parecían entender la misma
historia y en los momentos tristes la habitación era la Tristeza misma.
Todo cambió la tarde del 15 de septiembre. Recuerda la fecha
porque fue el día en que renovaron su contrato. Con prisas, como siempre,
llevaba a Corie al veterinario. La pequeña se quejaba de un dolor entre las
costillas. Fue la primera vez que empezó a mirarla como un adorable animal al
que no le quedaban más de seis meses de vida. Y no dejaba de mirarla así.
Cuando le veía disfrutar con la comida pensaba cuántas veces le quedaban por
disfrutar de la comida. Si jugaba con Mahler o Dako, pensaba que pronto ya no
estaría con ellos. Cuando desbordaba su emoción al verla aparecer de nuevo o al
despertar, apenas podía contener las lágrimas.
Y quizás por imitación o porque las desgracias no vienen
solas, empezó a notar un dolor similar entre las costillas. Un mal parecido, al
que nosotros sí ponemos nombre. Fue en el hospital donde leyó que los perros
pueden percibir cuándo una persona está gravemente enferma.
Y así, por fin, empezaron a tener la misma sonrisa.